Esta mañana leí
algo que me encantó: "quien no
descubre el verdadero sentido de una edad, queda condenado a vivir lo peor de
ella".
Esta reflexión me llevó a preguntarme
qué era lo mejor de la edad que estoy transitando –66 años– y por qué.
Lo
primero que se me ocurrió es que disfruto enormemente de las cosas que quiero
hacer y además quiero hacer muchas cosas que antes no me interesaban. Me
encanta leer en idiomas diferentes a mi lengua materna, me entusiasma hacer
manualidades para mis nietos, me divierte tejer, me atrae escribir, disfruto mi
profesión, me sigue encantando hablar con mis amigas significativas que son
otras que las que lo eran tiempos atrás.
Me
genera interés trabajar en un proyecto en relación al cambio de paradigmas con
respecto al envejecimiento, en el que se
piense al adulto mayor con parámetros actualizados y no con los tradicionales,
del estilo: sinónimo de enfermo, imposibilitado, disminuido, carente,
idiota o infantil. Este es el modo generalizado de pensar la vejez en nuestra
cultura. Lo peor es que los adultos
mayores también lo creen.
Una
lectura anacrónica de cualquier hecho da un diagnóstico de la situación errado
y falso. Ghandi decía: "Una mentira
creída por muchos no la transforma en verdad". Hay que tener cuidado
con los modos de pensar, porque los hechos son según uno los piensa.
Hay
un prejuicio en el que se afirma que, con el paso del tiempo, la disminución de
la actividad motriz, o de los sentidos, de la vista o del oído, en cuanto a
potencia, es leído como discapacidad. Lo que yo creo es que la merma de las
funciones nos habla de disminución en relación con lo que podíamos lograr
antes, pero de lo que fundamentalmente nos habla es acerca de la diferencia. Lo
que antes podíamos hacer, por ejemplo, ver bien y sin anteojos, ahora nos
cuesta más o no podemos hacerlo, pero lo que sí podemos es entender las cosas
de otra manera, sin apremio, sin tantas dudas, con convicción de lo que
pensamos y pudiendo hacerlo profundamente fundamentado. Si nos demuestran lo
contrario, lo podemos aceptar sin sentir por eso que no valemos o que seremos
desacreditados o criticados.
Claro
que como toda reflexión no puede generalizarse, no todos los adultos mayores lo
piensan así o lo pueden plasmar de este modo, pero lo que queda clarísimo es
que hay tantas diferencias entre nosotros los mayores como entre los jóvenes.
El grado de reflexión, introspección, autoestima, vivencias, constitución
genética, educación, familia, etc., hace a las diferencias humanas, más allá de
la edad que se transite.
Lo
que creo que lleva a la posibilidad de pensar de un modo abierto y sin
añoranzas "de lo joven" es
haber vivido todas las etapas cronológicas, aun sin respetar la secuencia
consensuada para la época que nos tocó vivir. A mí me costó pero no dejé
asignaturas pendientes. Personalmente yo fui una chica con responsabilidades grandes, luego una grande con obligaciones asumidas de muy chica y desafíos a
enfrentar. Me reí mucho, me divertí mucho, sufrí un montón, tuve muchos
miedos y ahora soy una mujer de 66 años con muchas preguntas, algunos
sinsabores y dolores, algunos miedos pero, sobre todo, mayor confianza,
tranquilidad y muchos motivos de alegría. No añoro el pasado. Fue bueno y malo,
como todo lo que se da en la vida que siempre implica los pares opuestos. Lo
que me parece importante es que prevalece lo positivo.
Dentro
de mis elucubraciones, pensé en la afectividad del mismo modo que a veces
pienso en el cerebro. Mi teoría es que cada uno de nosotros venimos dotados con
una especie de máquina fotográfica en nuestra cabeza. Esa máquina tiene las más
diversas potencias y posibilidades de captación. Cada uno funciona con la que
le ha tocado, más algunos aprendizajes, que contribuyeron a ampliar el ángulo
de la toma que se quiera hacer. Pero cada máquina capta un aspecto de la
realidad y probablemente la verdadera imagen sea la sumatoria de lo que
captaron la totalidad de las cámaras. En lo afectivo, ¿no será igual?
No hay comentarios:
Publicar un comentario