He tenido una idea para aquellos a los que les molesta expresar los años, y viven persecutoriamente los cambios de década: cincuenta, sesenta o setenta años. Pueden utilizar un modo chic de disfrazarlo quedándose siempre en los cuarenta años y agregándole la diferencia como los franceses. Los franceses, para expresar setenta años, dicen soixante-dix . O sea: 70 es 60 más 10. Nosotros tomaremos como referencia los cuarenta, y si queremos expresar cincuenta diremos cuarenta-diez, si queremos expresar sesenta diremos cuarenta-veinte, y así sucesivamente. Si lo usan los franceses, ¿por qué no lo vamos a usar nosotros?
Existen dos momentos especialmente difíciles en relación con el cuerpo: la adolescencia y la vejez. Los dos son procesos. El proceso de convertirse en mujer u hombre con la aparición de los signos que los caracterizan (barba en los varones, desarrollo de mamas en las mujeres y todos los caracteres secundarios de cada sexo) viene acompañado por enormes inseguridades . Del mismo modo en la vejez, cuando van desapareciendo funciones y atributos que se incorporaron en la juventud. Esto genera una enorme confusión con respecto a cómo es uno con el nuevo esquema corporal.
Todos sabemos que la llegada de las estaciones no se produce de manera abrupta en la fecha que indica el calendario, sino que los cambios se van gestando de a poco; y es probable que nos demos cuenta de que la estación se instaló cuando vemos los signos de su presencia: hojas caídas en otoño, árboles desnudos en invierno, florecimientos en primavera, una explosión de verdor en verano.
Con la vida humana es igual. Nos damos cuenta de la adolescencia o la vejez cuando los cambios en su conjunto son evidentes. Acostumbrarse a eso es muy difícil. Hay una necesidad de aceptación por parte del otro, queremos asegurarnos de que hemos devenido en personas aceptables en los dos extremos de la vida. A diferencia de los viejos, en ese proceso los jóvenes tampoco sienten seguridad interior; ni lo exterior ni lo de adentro parecen estar afianzados. En los mayores, el sufrimiento es sólo por una parte: el cuerpo. No por el todo. Uno sería el duelo por la niñez perdida; el otro, el duelo por la juventud.
¿No les ha sucedido de encontrarse con algún conocido del colegio y no tener ni idea de quién era hasta que les dijo su nombre? Por lo tanto, esto de ser uno mismo no se lo crean. Creo que la naturaleza nos va poniendo la cara y el cuerpo de toda la familia. Esto, para que no haya celos ni apropiaciones. Nacemos pareciéndonos a nuestra madre y terminamos pareciéndonos al tío de nuestra abuela. Si se sienten mal con la apariencia de ahora, no se preocupen; piensen si hay alguien lindo en la familia extendida y después de ciertos calvarios (por ejemplo, parecerme a algún tío “horible” transitoriamente), tendré la cara y/o el cuerpo de ésa que me gusta. Sólo hay que tener PACIENCIA.
Tanto mujeres como hombres, ante una relación nueva, pueden sentir vergüenza y miedo a la desnudez y a la exposición del cuerpo. Se pone en juego el hecho de gustarle al otro. No olviden que el cuerpo es el que cubre al alma y están íntimamente conectados.
Las mujeres tienen más pudor y además son exigentes con ellas mismas en relación con su apariencia, y de acuerdo a sus propios criterios se censuran aunque sus compañeros las halaguen. Pueden decirse al pasar, como si no tuviera importancia “Mirá mis piernas, estoy hecha percha”. En el momento de mostrarse desnudas ante su pareja aparecen temores: mi panza es un flan, ni pienso ponerme acostada de costado, se va a expandir mi vientre por la cama Ni qué hablar si su pareja es nueva; esto para las mujeres grandes es un tema muy espinoso, pueden querer tener relaciones con un tapadito encima que le cubra esos brazos que se empecinan en flamear y de paso les tape la pancita, y si es posible que también le oculte los muslitos.
Probablemente la mujer argentina sea más reprimida que otras, y cautelosa en ese aspecto. Algunas son capaces de morirse de calor y resistirse a darse un baño en el mar, si piensan que el pelo les puede quedar mal. Aún habiendo ido a una playa de ensueño a la que fueron expresamente. Si se sienten gordas o fláccidas o con várices, no quieren ponerse un traje de baño ni que las maten. Ni qué hablar de caminar unos pasos con ese atuendo. A pesar de los cambios que vengo enunciando que se producen en el interior, que hacen que las personas nos aceptemos más, que respetemos nuestros cambios, gustos, criterios, lo del cuerpo es diferente. Y miren que lo hemos trabajado con nuestros psicoanalistas, hora tras hora, año tras año. Después de haber intercambiado largamente con mis colegas acerca de las bondades de los tratamientos para estos casos, y de haber visto tantos fracasos con respecto a este tema, llegué a la conclusión de que el psicoanálisis sirve; lo que no sirve es el cuerpo. A quién se le ocurre dotarnos de algo interno cuyo crecimiento, evolución, aceptación y aprendizaje lleva mucho tiempo de elaboracióm y cuando estamos sabiendo mejor cómo llevarlo se nos pudre por afuera. Es muy fuerte.
Lo importante es la belleza, aunque nos derritamos o nos rajemos en su preservación. Somos tan obstinadas que estiraremos nuestro cuerpo todo lo que podamos. ¿O acaso no lo dijo ya la Tortuga Manuelita, que se fue a París, porque acá todavía no se había desarrollado en plenitud la cirugía plástica? La estiraron del derecho y la estiraron del revés, y la culpa la tuvo el tortugo del que se enamoró. Ella lo dice: Vieja no me va a querer (ya les dije, ellos siempre tienen la culpa) y era cierto que en esa época el tortugo estaba saliendo con una tortuga de tres años. Creo que la escuela de cirugía plástica debería darle una mención a la tortuga precursora de los estiramientos y llamar a una de sus aulas “MANUELITA”.
Cuando tenía cuarenta años vivía en un edificio muy elegante, en un barrio ad hoc. Salí de casa vistiendo una falda de lana que era larga hasta casi los tobillos y cuya cintura tenía elástico, un sweater corto arriba, una bufanda, botitas con medias enrolladas de lana sobre unos collants negros. Al volver, dejé el auto en el garage para que el garagista lo estacionara. Me dirigí por un pasillo camino al ascensor principal. En ese pasillo había un operario puliendo los pisos e impedía el paso. Amablemente le pregunté si podía dejarme pasar, a lo que el señor, muy atento, me dijo que sí y se apartó. En ese momento la máquina pulidora enganchó la punta de mi falda y se la fue fagocitando, mientras yo veía azorada cómo se deslizaba desde mi cintura a mis caderas y de ahí para abajo sin parar hasta mis tobillos, internándose en las profundidades de la máquina pulidora de pisos. En ese momento, como si fuera lo más natural, di un salto y me desprendí de la pollera para que la máquina no terminara conmigo en el suelo. Mi falda, al fin libre de mí, quedó enrollada en el vientre de la máquina. El operario tironeaba de la falda; nunca me miró, ni yo a él. Estábamos los dos consternados con el desarrollo de los acontecimientos. No se nos ocurrió desenchufarla. En medio de ese panorama apareció el portero que vio a la señora del segundo piso, o sea yo, en pantys apoyada contra una pared. Con cara de sorprendido, me invitó a subir a mi departamento de la siguiente manera: “Señora, ¿quiere ir por el ascensor principal?” Pensé “qué me habrá querido decir”, y le respondí: “¿A usted le parece que estoy en condiciones?” Me di vuelta y, como quien no quiere la cosa, me trepé al ascensor de servicio, que estaba a un paso. No había llevado las llaves de casa; tuve que tocar el timbre. Lorenza, una querida persona que trabajaba con nosotros, me abrió. Al ver la expresión de su cara le dije rápidamente: “Acabo de perder la falda abajo”. “Noooooooooo” me respondió. Con lo que me quedaba de dignidad, le dije: “Lore, usted me vio salir. ¿Cómo piensa que pude salir así?” Ella se tiró al piso muerta de risa y yo fui a mi cuarto a mirame en el espejo. Ahí entendí porque Lore lloraba de risa.
Si esto me hubiera pasado a los 15 años creo que me habría costado meses salir a la calle nuevamente y enfrentarme con los que me vieron. Por suerte, si bien no todo pudor se pierde con la edad, alguno innecesario se deja en el camino, como la falda, y otros los seguimos portando aunque nos hagan mal, como los que se nos pueden despertar ante nuestras desnudeces compartidas. Pude superar el bochorno porque este episodio me sucedió teniendo la seguridad física y emocional de los cuarenta años y no la inseguridad de una adolescente ni la consciencia del cuerpo envejecido, que averguenza menos pero molesta más.
sábado, 3 de septiembre de 2011
Del cuerpo mayor
Publicado por
Silvia Crom
en
14:46
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Me llevo lo de que "el psicoanálisis sirve". La lucha continúa. Gracias por todas estas palabras. Te quiero. Mariana
ResponderEliminarla historia de la pulidora de pisos es interesante y muestra como cambia la perspectiva dependiendo de la edad, com menciona no es lo mismo que nos suceda un moemnto bochornoso a los 15 años que a los 40, como que se nos hace mas gruesoa la piel para resistir este tipo de cosas
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